La señora Oliva hacía esfuerzos indecibles para nunca
llamar la atención. Vivía en un apartamento situado en la calle 72. En el
octavo piso de un edificio cubierto de piedras grises y balcones de hierro
forjado con motivos de flores carnívoras. Las paredes de su salón dorado
estaban tapizadas, desde los rodapiés hasta los techos, con cuadros de Picasso,
Rubens y Van Gogh. Una escultura griega, del 400 antes de Cristo, era el centro
de su vieja mesa de roble, renacentista, de más de 600 años de antigüedad,
comprada en un bazar de Venecia.
Sólo comía galletas de soda con queso gruyère, tanto para desayunar como al mediodía,
y nunca cenaba. Tenía un gato angora, de ojos esmeraldas, que entonaba su dulce
ronroneo cada vez que ella decía –mientras escuchaba la primera aria de la ópera
Las bodas de Fígaro–: “Es hora de
hacer la compra”.
En ese momento, ella se dirigía a su habitación, sin
muebles, sólo con una alfombra persa, auténtica, comprada por internet a un
mercader de Damasco, y abría su guardarropa de ópalo. Sacaba uno de sus
vestidos de Givenchy, de corte negro, y se vestía mientras su voz de soprano hacía
tintinear los cristales de las ventanas.
Se miraba en el espejo de media luna, y sonreía como
Audrey Hepburn en Desayuno con diamantes.
De hecho, intentaba peinarse como ella, como un muchacho, y usaba unas gafas de
sol, de pasta, perfectas para pasear en Cannes una tarde de otoño.
Encendía su cigarrillo de boquilla de ébano labrado, con incrustaciones
de rubíes, y salía a la calle con un chal de Manila que poco o nada combinaba
con Givenchy. Ella sonreía.
Caminaba por la calle 72, bajo la mirada abrasiva del
sol, hasta llegar a su tienda favorita, donde podía encontrar sus quesos
frescos y sus galletas de soda del día. Aunque ya estaban acostumbradas a
verla, los vendedores de mangos de la calle no podían mantener la boca cerrada
cuando ella salía toda perfumada con su aroma de melocotones y dátiles.
Las cajeras de la tienda no podían dejar de voltear la
mirada cuando la señora Oliva dejaba escuchar el taconeo de sus zapatos
Carolina Herrera.
Sonreía con el encanto de las leyendas de Hollywood, con
un hoyuelo en la barbilla.
Luego de comprar su queso y sus galletas, regresaba a su
apartamento. El gato la esperaba, impaciente. Para él, esa noche, como todas las
noches, había una cena de gruyère con
ligeras motas de cigarrillo que la señora Oliva dejaba caer, sin darse cuenta,
sobre el plato de cerámica de Lladró donde comía.
Cada noche, la señora Oliva se tumbaba en un diván de
opereta, y observaba las fotografías de sus vacaciones en Roma, del año 1965,
cuando conoció en un hotel de la plaza de España a un coronel ruso con sus
charreteras empolvadas y sus bigotes plásticos, que le cantaba, en una
aflautada versión de tenor, el aria Caro
nome, de Rigoletto.
La señora Oliva había logrado escapar de un serrallo
turco, había sido domadora de corceles de Arabia, modelo de fotografías en un
estudio en París, antigua profesora de croata y esperanto, y vivía en
Maracaibo, en el más estricto secreto, los últimos días de su anónima existencia.
*
Marlene Dietrich, 1935. Fotografía de Cecil Beaton. Cecil
Beaton Archive, Sotheby’s. Londres.
que mujer tan chic
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