martes, 28 de febrero de 2012

Anónima existencia



La señora Oliva hacía esfuerzos indecibles para nunca llamar la atención. Vivía en un apartamento situado en la calle 72. En el octavo piso de un edificio cubierto de piedras grises y balcones de hierro forjado con motivos de flores carnívoras. Las paredes de su salón dorado estaban tapizadas, desde los rodapiés hasta los techos, con cuadros de Picasso, Rubens y Van Gogh. Una escultura griega, del 400 antes de Cristo, era el centro de su vieja mesa de roble, renacentista, de más de 600 años de antigüedad, comprada en un bazar de Venecia.

Sólo comía galletas de soda con queso gruyère, tanto para desayunar como al mediodía, y nunca cenaba. Tenía un gato angora, de ojos esmeraldas, que entonaba su dulce ronroneo cada vez que ella decía –mientras escuchaba la primera aria de la ópera Las bodas de Fígaro–: “Es hora de hacer la compra”.

En ese momento, ella se dirigía a su habitación, sin muebles, sólo con una alfombra persa, auténtica, comprada por internet a un mercader de Damasco, y abría su guardarropa de ópalo. Sacaba uno de sus vestidos de Givenchy, de corte negro, y se vestía mientras su voz de soprano hacía tintinear los cristales de las ventanas.

Se miraba en el espejo de media luna, y sonreía como Audrey Hepburn en Desayuno con diamantes. De hecho, intentaba peinarse como ella, como un muchacho, y usaba unas gafas de sol, de pasta, perfectas para pasear en Cannes una tarde de otoño.

Encendía su cigarrillo de boquilla de ébano labrado, con incrustaciones de rubíes, y salía a la calle con un chal de Manila que poco o nada combinaba con Givenchy. Ella sonreía.

Caminaba por la calle 72, bajo la mirada abrasiva del sol, hasta llegar a su tienda favorita, donde podía encontrar sus quesos frescos y sus galletas de soda del día. Aunque ya estaban acostumbradas a verla, los vendedores de mangos de la calle no podían mantener la boca cerrada cuando ella salía toda perfumada con su aroma de melocotones y dátiles.

Las cajeras de la tienda no podían dejar de voltear la mirada cuando la señora Oliva dejaba escuchar el taconeo de sus zapatos Carolina Herrera.

Sonreía con el encanto de las leyendas de Hollywood, con un hoyuelo en la barbilla.

Luego de comprar su queso y sus galletas, regresaba a su apartamento. El gato la esperaba, impaciente. Para él, esa noche, como todas las noches, había una cena de gruyère con ligeras motas de cigarrillo que la señora Oliva dejaba caer, sin darse cuenta, sobre el plato de cerámica de Lladró donde comía.

Cada noche, la señora Oliva se tumbaba en un diván de opereta, y observaba las fotografías de sus vacaciones en Roma, del año 1965, cuando conoció en un hotel de la plaza de España a un coronel ruso con sus charreteras empolvadas y sus bigotes plásticos, que le cantaba, en una aflautada versión de tenor, el aria Caro nome, de Rigoletto.

La señora Oliva había logrado escapar de un serrallo turco, había sido domadora de corceles de Arabia, modelo de fotografías en un estudio en París, antigua profesora de croata y esperanto, y vivía en Maracaibo, en el más estricto secreto, los últimos días de su anónima existencia.

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Marlene Dietrich, 1935. Fotografía de Cecil Beaton. Cecil Beaton Archive, Sotheby’s. Londres.

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