sábado, 25 de febrero de 2012

Pánico



Ella sale del gimnasio. Es tarde. La noche anterior se quedó dormida, con una manzana mordisqueada entre sus dedos de alabastro, viendo un clásico del suspenso: Psicosis. El filme siempre le pone los pelos de punta, y ésa es una sensación que le gusta. Ahora, mientras enciende el motor de su Yaris, siente que el escalofrío vuelve con su cabalgata de adrenalina escalando su espina dorsal. 
Lleva la camiseta transpirada. Recorre con la mirada el estacionamiento desolado a esas horas, y traga grueso. Con el vehículo en marcha hacia atrás, siente cómo los neumáticos se deslizan sobre el pavimento con un crujido de polvo. De repente, siente miedo. Siente ojos clavados como cuchillos que la espían, la olfatean, la recorren con miradas siniestras de gánsteres. 
A su mente acude el recuerdo de la película, y el blanco y negro de la historia la llena de náuseas. Siente un arqueo infernal entre el vientre y la boca, y cree que va a vomitar el mundo entero. 
Las manos le sudan y, de una ojeada, repara en la humedad que resbala del volante. Las calles están desiertas. Los semáforos, en rojo. No entiende cómo pudo quedarse hasta tan tarde en el gimnasio. No comprende cómo nadie fue a tocar la puerta de la sala de sauna para avisarle que era hora de salir. 
Fue sólo cuando salió de la ducha que sintió el aplastante murmullo del vacío. 
El camino de vuelta a casa es penoso como una marcha de peregrinos. Las luces de los postes invaden su rostro de manchas rosadas a medida que desciende por una avenida empinada.  
De repente, el motor se apaga. Intenta encenderlo. Imposible. Parece que es la batería. El resplandor de los potentes faros de un vehículo, que desciende lentamente la cuesta que dejó atrás, le atenaza la garganta. 
Quiere gritar. El vehículo se aproxima con un silencio sobrecogedor. Es el miedo. Quiere salir del Yaris, pero no puede. La puerta está trancada. Poseída por la locura, comienza a golpear el cristal de la ventana.
La calle está desierta. Las luces de las casas, apagadas. Los alaridos de su espanto resuenan como un eco. Ella sabe que grita y que nadie la escucha. Que sus gritos son gritos mudos, sordos. 
El conductor del vehículo, un Malibú desvencijado, que parece haber dejado el alma como taxi de línea pirata, abre la puerta. Pone los pies sobre la calzada y camina con lentitud hasta el Yaris de ella. 
Parece que lleva algo en la mano. La noche es cerrada. El hombre se aproxima. Se ve delgado, fuma una colilla con aire despreocupado. En su mano izquierda, el objeto bambolea. Parece un martillo o una llave de paso. No. No es nada de eso. Es un cuchillo. 
Ella ve el brillo de la hoja del arma, y se ve a sí misma, en el espejo de su habitación, gritando a los cuatro vientos el pavor de su pesadilla de las dos de la madrugada. 
Toma una bocanada de aire y, cuando se convence de que todo ha sido un sueño, observa los créditos finales de Psicosis, la película que había alquilado aquella noche después de salir del gimnasio. 
Siente ganas de refrescarse y va a la ducha. Se desnuda. Abre la llave del grifo. Siente la lluvia fresca de la regadera. Sin darse cuenta, la puerta del baño se abre.

Alguien ha entrado.
*  
En la imagen, la actriz Janet Leigh en uno de los inmortales fotogramas de la película Psicosis (1960), de Alfred Hitchcock.



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