martes, 21 de febrero de 2012

El laberinto (venezolano) de la soledad



Hace unos tres años decía que había leído El laberinto de la soledad, del premio Nobel mexicano Octavio Paz (1914-1998), y que la lectura de semejante obra me había hecho pensar en el origen y en el destino de las naciones hispanoamericanas, sobre todo en el nacimiento y desarrollo en la historia de un país como Venezuela. Gracias a Octavio Paz creo que pude comprender, finalmente, por qué Venezuela también vive en su propio laberinto, y por qué tal vez pasarán décadas antes de que siquiera podamos ver la salida. Mientras, seguiremos dando tumbos en lo que siempre nos ha parecido un callejón sin salida. Un callejón de sueños sin salida, como decía Gabriel García Márquez. Yo añadiría: de sueños frustrados. Trato de no ser pesimista, pero a veces me es imposible.

En El laberinto de la soledad, Paz analiza en primer lugar los mitos de México para luego sumergirse en su historia, describiendo en clave de prosa poética, por un lado, los capítulos de la Conquista, la Colonia, la independencia y la Revolución, y, por el otro, los temas de la “Inteligencia Mexicana” (o de su intelectualidad) y de su presente, o más bien del contexto social, político y cultural del México de 1950. Sesenta años después, los vericuetos del laberinto siguen siendo tan profundos e impenetrables como lo han sido desde siempre.

El nacimiento de Venezuela podría reproducirse según el modelo que Paz esboza para describir la historia mexicana. Creo que para entender lo que nos pasa como país es importante que seamos capaces de comprendernos, de describirnos.

Hace varios años, la versión digital de El Universal formulaba una pregunta inquietante: ¿Cuáles son las cinco características que definen mejor a los venezolanos? Algunos enumeraban cualidades negativas: somos habladores, engreídos, poco inteligentes, envidiosos. Se hablaba también, cómo no, de la llamada “viveza criolla”. La Real Academia ofrece una versión local de esta palabra: “Agudeza y prontitud para aprovecharse de todo por buenos o malos medios”. ¿Somos, en verdad, aprovechadores, maestros del facilismo? Había, por supuesto, elogios: somos amables, buenos anfitriones, trabajadores (pocos coinciden en esto, claro, por aquello de la viveza y el facilismo). Alguien, sin embargo, citó a un humorista que, en paráfrasis, decía que el venezolano aprende a la larga a reconocerse y a apreciarse fuera de su país, no sin antes rechazarlo y sentirse en cierta manera humillado por su condición de ciudadano tercermundista de paso o residencia en el Primer Mundo. Semejante contradicción se ve reflejada en la dialéctica amor-odio, que también suena mucho al binomio comunión-soledad de Octavio Paz.

Siempre he pensado que una de las claves de este sentimiento comienza en la génesis de nuestra nación moderna. Los venezolanos, a diferencia de los mexicanos o los peruanos, no descendemos de una civilización indígena avanzada, refinada y prodigiosa en ciencia y arte como lo fueron los aztecas o los incas. Nuestros pueblos indígenas fueron nómadas, aprendieron a vivir de la tierra, seguramente se sintieron fascinados o muy cómodos con nuestro sabroso clima caribeño. Muchas de sus aldeas, porque no creo que ningún asentamiento pudo adquirir una dimensión urbana de la talla de Machu Pichu, fueron construidas sobre el agua, en ingeniosas viviendas que hoy llamamos palafitos.

Los conquistadores debieron recordar seguramente a Venecia cuando vieron este paisaje de hogares primitivos elevados sobre estacas o palos, como lo hemos aprendido durante décadas en nuestros manuales escolares, pero he creído desde hace un tiempo que el sufijo que nos vino en nuestra acta de nacimiento como nación tuvo una connotación más bien despectiva, de burla: Venezuela, la Venecia de mentira, de palos, de risa. A ningún conquistador, seguramente, se le ocurrió que podría haber un punto de comparación entre la Plaza de San Marcos y los canales bordeados de palacios renacentistas con el panorama de prehistórica inocencia de nuestros antepasados caribes.

El sufijo de Venezuela, aunque esto suene cruel, está emparentado para mí con el de otras palabras tristes o duras como “mujerzuela”, “escritorzuelo”, “mozuelo”. Hay un dejo de pequeñez, mediocridad, nulidad en estas voces de nuestro vocabulario. El venezolano parece encontrarse frente a estos fantasmas sobre todo cuando está fuera de su país, pero de alguna manera, como dice el humorista citado por el usuario de El Universal, su complejo de inferioridad logra ser superado cuando descubre su potencial, su capacidad para salir adelante, las razones por las que su Venezuela es realmente una nación grande, capaz de engendrar próceres, guerreros, hombres valientes, de ciencia; mujeres hermosas, capaces, reinas de belleza. De la inferioridad saltamos a la superioridad en un abrir y cerrar de ojos. Somos invencibles. El pulso que nos late procede de la grandeza legada por la Venecia de la historia, de los duques, de los maestros del arte, y no por el de la “pequeña Venecia”.

Venezuela es, entonces, la verdadera “tierra de gracia” descrita por Colón. En ese vaivén entre un enfermizo binomio de complejos de inferioridad y superioridad se encuentra, entonces, el alma venezolana. Creemos que las riquezas son suficientes para generar el verdadero bienestar y nos hemos olvidado de sembrar las semillas del petróleo, como decía el gran Uslar, en las escuelas, en las universidades, en la prosperidad espiritual e intelectual de nuestro pueblo. La destrucción inminente de Venezuela como país se debe no tanto a un modelo desgastado de gobierno sino a la descomposición moral de un pueblo que ha olvidado su norte, que se ha perdido, esperemos que sólo por un tiempo, en uno de esos tantos laberintos de la soledad.

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