martes, 21 de febrero de 2012

Materias flotantes


Hace unos años, tuve la suerte de publicar una serie de relatos cortos en la hoy desaparecida revista Galería del diario Panorama. Este micro-cuento, con fecha del 4 de febrero de 2006, fue y sigue siendo para mí un homenaje personal a la obra del artista zuliano Francisco Hung. El drama policial, como siempre, sigue siendo mi fantasma omnipresente.


“Buenas noches, disculpe que le molestemos a esta hora. Nuestro carro se acaba de quedar en el camino. Creemos que es la batería, no lo sé. Y con esta lluvia… Bueno, también el celular se quedó sin saldo. Ya ve la hora que es. ¡Es tardísimo! Perdone que le molestemos, sabemos que es tarde, pero… ¿podría prestarnos su teléfono?”.

El ojo que mira de arriba abajo al visitante por la puerta entreabierta –antes examinador, severo, aterrador– adquiere una expresión de cierta compasión, y, una vez abierta la puerta del todo, la expresión afable de un hombre de unos setenta y pocos años saluda a la pareja chorreante de agua, náufraga en aquella carretera oscura de la sierra de Perijá, perdida en un océano de barro, sinfonías escalofriantes de sapos y los cántaros de la lluvia de aquella medianoche apocalíptica.

Un par de horas antes, tras el susto del vehículo apagado, sin ninguna esperanza de ser auxiliado, la pareja divisó las luces lejanas de algo parecido a una casa, que, vista de cerca, resultó ser una residencia magnífica, blanca, con techos de tejas y helechos primorosos en el zaguán tenuemente iluminado. El propietario fue no sólo un caballero hospitalario, con acento extranjero y una mesa curiosamente servida a esa hora con embutidos, quesos y uvas importadas, sino un amante del arte al que era imposible hacer callar mientras hablaba de su tema favorito: la pintura de Francisco Hung.

“Pues, verán ustedes: mi mayor tesoro y pasión es este cuadro que ven aquí. Lo conseguí gracias a un amigo mío, anticuario él, que me lo vendió por nada. Ahora vale una fortuna, aunque ahí no esté su valor. Este cuadro me ha acompañado en mis viajes: en Tokio, Bruselas, Nueva York. Ahora que he decidido quedarme en este lugar, en este confín del mundo, puedo apreciarlo durante horas sin que nadie me interrumpa. Vean esas manchas, esas gotas; creo que el nombre de ‘materias flotantes’ es poco comparado con todo lo que veo en este microcosmos de óleos…”.

“Señor, disculpe, no deseamos quitarle mas tiempo. ¿Tiene un teléfono? Necesitamos avisar que estamos varados aquí”.

“Oh, por favor, no se preocupen por eso. Dormirán aquí esta noche y mañana miramos qué le paso al carro. Con esta lluvia, descuiden, nadie se lo llevará. Enseguida les presto el teléfono; mientras, beban este vino delicioso de Burdeos. Eso, sí, sírvanse todo lo que gusten…”. La mirada de placer se borra de golpe por un gesto de amarga decepción.

“Bien, como les decía, el único problema de este cuadro es que a causa de la luz de este maldito sol tropical (perdonen, por favor) ha perdido la intensidad de sus colores rojos, vivos como la sangre. No sé cómo reponer esas tonalidades perdidas… Es terrible, a veces lloro de impotencia sin saber cómo remediar el problema. Es sangre lo que necesito, ¿me entienden? ¡Sangre humana! ¿Y dónde puedo conseguirla?”.

El vino de Burdeos, y su bien disimulado sedante, pronto hizo su efecto. La pareja se quedó dormida con una respiración de plomo. El dueño de la casa, sin perder un segundo, cogió una daga africana de su salón, abrió con destreza de cirujano la aorta de sus huéspedes y encontró, por fin, el rojo perfecto que aquel espléndido cuadro había perdido por obra del sol tropical.

*
Algunos especialistas consideran, tal vez con razón, que la obra de Francisco Hung (Cantón, China, 1937- Maracaibo, Venezuela, 2001) nunca fue apreciada en su justa y grandiosa dimensión. La obra que he utilizado para ilustrar mi historia es Materias flotantes (1964).

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