Hace unos años, tuve la suerte de publicar una serie de
relatos cortos en la hoy desaparecida revista Galería del diario Panorama.
Este micro-cuento, con fecha del 4 de febrero de 2006, fue y sigue siendo para mí
un homenaje personal a la obra del artista zuliano Francisco Hung. El drama
policial, como siempre, sigue siendo mi fantasma omnipresente.
“Buenas noches, disculpe que le molestemos a esta hora. Nuestro
carro se acaba de quedar en el camino. Creemos que es la batería, no lo sé. Y
con esta lluvia… Bueno, también el celular se quedó sin saldo. Ya ve la hora
que es. ¡Es tardísimo! Perdone que le molestemos, sabemos que es tarde, pero… ¿podría
prestarnos su teléfono?”.
El ojo que mira de arriba abajo al visitante por la
puerta entreabierta –antes examinador, severo, aterrador– adquiere una expresión
de cierta compasión, y, una vez abierta la puerta del todo, la expresión afable
de un hombre de unos setenta y pocos años saluda a la pareja chorreante de
agua, náufraga en aquella carretera oscura de la sierra de Perijá, perdida en
un océano de barro, sinfonías escalofriantes de sapos y los cántaros de la
lluvia de aquella medianoche apocalíptica.
Un par de horas antes, tras el susto del vehículo
apagado, sin ninguna esperanza de ser auxiliado, la pareja divisó las luces
lejanas de algo parecido a una casa, que, vista de cerca, resultó ser una
residencia magnífica, blanca, con techos de tejas y helechos primorosos en el zaguán
tenuemente iluminado. El propietario fue no sólo un caballero hospitalario, con
acento extranjero y una mesa curiosamente servida a esa hora con embutidos,
quesos y uvas importadas, sino un amante del arte al que era imposible hacer
callar mientras hablaba de su tema favorito: la pintura de Francisco Hung.
“Pues, verán ustedes: mi mayor tesoro y pasión es este
cuadro que ven aquí. Lo conseguí gracias a un amigo mío, anticuario él, que me
lo vendió por nada. Ahora vale una fortuna, aunque ahí no esté su valor. Este
cuadro me ha acompañado en mis viajes: en Tokio, Bruselas, Nueva York. Ahora
que he decidido quedarme en este lugar, en este confín del mundo, puedo
apreciarlo durante horas sin que nadie me interrumpa. Vean esas manchas, esas
gotas; creo que el nombre de ‘materias flotantes’ es poco comparado con todo lo
que veo en este microcosmos de óleos…”.
“Señor, disculpe, no deseamos quitarle mas tiempo. ¿Tiene
un teléfono? Necesitamos avisar que estamos varados aquí”.
“Oh, por favor, no se preocupen por eso. Dormirán aquí esta
noche y mañana miramos qué le paso al carro. Con esta lluvia, descuiden, nadie
se lo llevará. Enseguida les presto el teléfono; mientras, beban este vino
delicioso de Burdeos. Eso, sí, sírvanse todo lo que gusten…”. La mirada de
placer se borra de golpe por un gesto de amarga decepción.
“Bien, como les decía, el único problema de este cuadro
es que a causa de la luz de este maldito sol tropical (perdonen, por favor) ha
perdido la intensidad de sus colores rojos, vivos como la sangre. No sé cómo
reponer esas tonalidades perdidas… Es terrible, a veces lloro de impotencia sin
saber cómo remediar el problema. Es sangre lo que necesito, ¿me entienden? ¡Sangre
humana! ¿Y dónde puedo conseguirla?”.
El vino de Burdeos, y su bien disimulado sedante, pronto
hizo su efecto. La pareja se quedó dormida con una respiración de plomo. El dueño
de la casa, sin perder un segundo, cogió una daga africana de su salón, abrió con
destreza de cirujano la aorta de sus huéspedes y encontró, por fin, el rojo
perfecto que aquel espléndido cuadro había perdido por obra del sol tropical.
*
Algunos especialistas consideran, tal vez con razón, que la obra de Francisco Hung (Cantón, China, 1937- Maracaibo, Venezuela, 2001) nunca
fue apreciada en su justa y grandiosa dimensión. La obra que he utilizado para ilustrar mi historia es Materias flotantes (1964).
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