Hay veces que la
palabra “asesino” no es suficiente para describir a una persona. Ni siquiera el
remate de “en serie”: un asesino en serie suena más bien a un efecto de cine; a
una buena película de acción de los años noventa. Los medios de información, para
tratar de describir la realidad del mejor modo posible, acuden a veces a
sustantivos de gran potencia semántica con el fin de resaltar, dibujar, aclarar
o contextualizar los signos que nos rodean. Es el caso de la palabra “monstruo”
en lugar de “asesino”.
Anders Behring
Breivik, de 32 años, anti-islamista declarado, aficionado a las pesas, de un
metro noventa, rubio como un vikingo, acabó con la vida de 69 personas en la
isla noruega de Utoya en el lapso relativamente breve de 79 minutos. Ocurrió en
la noche del 22 de julio de 2011. De este modo, Breivik se ganó con derecho el título
de monstruo en la prensa internacional. Decir que es un asesino parece
insuficiente, quizá hasta indecente. “Las cosas hay que llamarlas por su
nombre”, solemos escuchar. Breivik es, entonces, un monstruo. El monstruo
noruego. Hemos leído que durante diez años aproximadamente estuvo planificando
la matanza de Utoya, un fiordo considerado uno de los mejores destinos
turísticos de Noruega, país, entre paréntesis, visto como una de las joyas de
la corona de la prosperidad y el estado de bienestar occidentales. Y todo
porque a Breivik le disgustan los musulmanes, y porque ve en la figura del
inmigrante una sombra capaz de acabar con las bases de la cultura y vida del
mundo europeo. Breivik resume en sus crímenes una nueva antología personal e
individualista del Holocausto de este siglo.
Las palabras nos
envuelven y reproducen una versión de la realidad a través de un espejo borroso
o falso, como el de los circos ambulantes. Octavio Paz decía que las palabras
son como las máscaras: esconden, disfrazan, quieren decir algo que no es
precisamente lo que intentan abarcar. No se trata de un asunto de falta de
ética sino de la incapacidad humana de tocar con el dedo del lenguaje el vasto
cosmos que nos rodea. Así, por ejemplo, cuando decimos que alguien es
“escuálido”, oponemos en nuestra mente la figura de un otro, que es mucho más fuerte
y poderoso. El “escuálido” es débil por naturaleza; enclenque de ideas; tal vez
hasta torpe. Pero el escuálido puede también llegar a ser fuerte. Por otro
lado, cuando usamos la palabra “rojo” (y le añadimos el adjetivo extra de
“rojito”), sugerimos que el peligro nos acecha; insertamos en estas dos
palabras el carácter virtual de una amenaza que para muchos es real. El rojo es
el color de la sangre de los venezolanos inocentes que mueren en una noche, en
un fin de semana, por el capricho de otro monstruo, que no es noruego, que roba y
mata por un par de zapatos, una tarjeta de débito, un carro de segunda mano. La
vida es fugaz como una fotografía. Las palabras que usamos intentan hacerla
eterna, siempre en vano.
*
En la imagen, una ilustración del dibujante
norteamericano Jeff Stahler, extraída del sitio web ExtremeCentre.org.
No hay comentarios:
Publicar un comentario